de Cook Robin
Crisis
Cuatro días antes de casarse, Jack Stapleton, médico forense de Nueva York, recibe una llamada desesperada de su hermana: su marido, médico prestigioso, va a ser procesado por negligencia profesional y necesita su ayuda.
A pesar de la mala relación que mantiene con su hermana y la poca simpatía que le inspira su arrogante y frío cuñado, Jack viaja a Bastan con la intención de pasar un solo día allí. Sin embargo, el caso es mucho más complicado de lo que imaginaba.
Aun sabiendo que pone su propia boda en juego, Jack reclama la exhumación del cadáver del paciente que supuestamente murió a causa del descuido de su cuñado. Jack está trabajando a contrarreloj para salvar al marido de su hermana de esta acusación cuando descubre algo que jamás hubiera podido imaginar...
Fragmento
Boston, Massachusetts,
lunes, 5 de junio de 2006, 9.35 horas.
Ocho meses más tarde.
—Todos en pie —ordenó el alguacil uniformado al salir del despacho del juez con un bastón blanco en la mano.
Detrás del alguacil apareció el magistrado, envuelto en una amplia toga negra. Era un afroamericano corpulento de carrillos flácidos, cabellera rizada y canosa, y bigote. Sus ojos oscuros y penetrantes echaron un breve vistazo a su feudo mientras subía los dos escalones del estrado a paso firme y deliberado. Al llegar a su silla se volvió hacia la sala, flanqueado por la bandera estadounidense a su derecha y la del estado de Massachusetts a su izquierda, ambas coronadas por sendas águilas. Con su reputación de juez justo y excelente conocedor de la ley, pero también proclive a montar en cólera, era la personificación de la autoridad inamovible. Una banda concentrada de sol matutino se filtraba por el borde de las persia- nas bajadas sobre las ventanas con parteluz y le iluminaba la cabeza y los hombros, confiriendo a su silueta el fulgor dorado de un dios pagano en una pintura clásica y acentuando su aspecto formidable.
—Atiendan —prosiguió el alguacil con su voz de barítono y fuerte acento de Boston—. Todas las personas con derecho a comparecer ante los honorables jueces del Tribunal Superior ahora con sede en Boston y en el condado de Suffolk, acérquense, presten atención y serán escuchados. Dios bendiga al estado de Massachusetts. £Tomen asiento!
Con reminiscencias del efecto que surtía el final del himno nacional en un acontecimiento deportivo, la orden del alguacil provocó un murmullo de voces mientras los presentes en la sala 314 tomaban asiento. Mientras el juez ordenaba los papeles y la jarra de agua que tenía ante él, el funcionario sentado a una mesa justo debajo del estrado anunció:
—Los herederos de Patience Stanhope y otros contra el doctor Craig Bowman. Preside el honorable juez Marvin Davidson.
Con un movimiento bien estudiado, el magistrado abrió un estuche y se apoyó las gafas de lectura sin montura sobre la parte inferior del puente de la nariz. Por encima de ellas miró hacia la mesa de la acusación.
—Que se identifiquen los letrados —ordenó.
A diferencia del alguacil, no tenía acento, y su voz no era de barítono, sino de bajo.
—Anthony Fasano, Señoría —se presentó el abogado de la acusación con un acento similar al del alguacil mientras se levantaba a medias de la silla como si acarreara un enorme peso sobre los hombros—. Pero casi todo el mundo me llamaba Tony.
—Señaló a su derecha—. Comparezco aquí en nombre del demandante, el señor Jordan Stanhope —anunció antes de señalar a su izquierda—. Junto a mí se encuentra mi competente colega, la señora Renee Relf.
Dicho aquello volvió a sentarse a toda prisa, como si fuera demasiado tímido para ser el centro de atención.
El juez Davidson desvió la mirada hacia la mesa de la defensa.
—Randolph Bingham, Señoría —se presentó el abogado defensor, que a diferencia del abogado de la acusación, hablaba despacio, acentuando cada sílaba con voz meliflua—. Represento al doctor Craig Bowman, y me acompaña el señor Mark Cavendish.
—¿Están listos para empezar? —preguntó el juez Davidson.
Tony se limitó a asentir, y Randolph volvió a levantarse.
—Hemos presentado algunas cuestiones de procedimiento al tribunal —observó.
El juez le lanzó una mirada penetrante para recordarle que no le gustaba ni le hacía falta que le recordaran la existencia de mociones preliminares. Luego bajó la mirada y se humedeció el dedo índice con la lengua antes de hojear los papeles que sostenía en las manos. Sus ademanes mostraban que estaba ofendido, como si el comentario de Randolph hubiera reavivado el desdén que le inspiraban los abogados en general. Al poco carraspeó.
—Moción de desestimación denegada. Asimismo, este tribunal considera que ninguno de los testigos propuestos ni las pruebas presentadas es demasiado gráfico o complejo para que el jurado lo considere, por lo que también se deniegan todas las mociones anteriores al juicio. —Alzó la mirada y lanzó otra mirada enojada a Randolph como para decirle «chúpate esa» antes de volverse hacia el alguacil—. Que entre el jurado. Tenemos trabajo.
El juez Davidson también era conocido como un hombre al que le gustaba ir al grano.
Como si hubieran esperado aquel pie, un murmullo se alzó entre los espectadores sentados en la sala. Pero no tuvieron mucho tiempo para conversar. El secretario del tribunal sacó dieciséis nombres de la tolva, y el alguacil fue a buscar a los candidatos preseleccionados para formar parte del jurado. En cuestión de minutos, los dieciséis entraron en la sala y prestaron juramento para que pudiera dar comienzo la selección. Se trataba de un grupo visiblemente dispar, dividido casi a partes iguales entre hombres y mujeres. Si bien casi todos eran blancos, también estaban representadas algunas minorías étnicas. Tres cuartas pares iban vestidos de forma apropiada y respetuosa, y de estos, la mitad eran hombres o mujeres de negocios. Los demás iban ataviados con camisetas, sudaderas, vaqueros, sandalias y prendas de rapero, algunas de las cuales tenían que subirse constantemente para evitar que cayeran al suelo. Algunos de los más veteranos en aquellas lides llevaban material de lectura, en su mayoría periódicos y revistas, si bien una mujer ya entrada en años había traído un libro de tapa dura. Varios de ellos se mostraban intimidados por el entorno, mientras que otros adoptaron una actitud ostentosamente despectiva mientras el grupo desfilaba y tomaba asiento.