Encuentro Literario Virtual
  Hermann
 

La Ruta Interior


HERMANN HESSE

ALMA DE NIÑO





Hay momentos en que nuestras acciones el ir de aquí para allá, el hacer esto o aquello se desenvuelven de modo tan fácil y libre que nos parece como si todo pudiera ser de otro modo. En otros momentos, en cambio, todo aparece como rígido e inmutable, como si nada fuera libre o fácil y hasta nuestra respiración parece determinada por poderes extraños y por un destino fatal.
Las acciones llamadas "buenas" y de las cuales hablamos con placer, corresponden en general a ese tipo "fácil" y son las que olvidamos rápidamente. En cambio, los actos cu ya evocación nos molesta, nunca llegamos a olvidarlos. En cierto sentido, son más nuestros que los otros y llegan a proyectar sombras que se prolongan sobre todos los días de nuestra vida.
En la casa paterna -grande y luminosa, situada en una calle también luminosa- se entraba por un alto portal. Apenas entrado, nos envolvía una penumbra y un frescor, un húmedo aire a piedras; luego nos acogía en su silencio un vestíbulo alto y lúgubre, cu yo piso de losas rojas subía ligeramente hasta la escalinata que empezaba muy atrás, en la semioscuridad. Miles de veces transponíamos el enorme portal sin reparar jamás en la puerta ni en el umbral, ni en las baldosas ni en la escalera; pero siempre se trataba de un tránsito a otro mundo: a "nuestro" mundo. El vestíbulo olía a piedra, era alto y oscuro, y la escalinata en el fondo llevaba desde las frescas tinieblas hacia la claridad y el luminoso bienestar.
Pero siempre se chocaba primero en la sombría penumbra del vestíbulo con una atmósfera de dignidad y poder paternal, de castigo y conciencia culpable.
¡Cuántas veces la atravesaba riendo! Pero días había en que apenas entrado, uno se sentía en el acto oprimido y quebrantado y buscaba, embargado de miedo, la escalera libertadora.
Contaba yo once años y regresaba de la escuela en uno de esos días en los cuales el destino acecha en las esquinas, y en que a cada momento nos puede ocurrir algo. Es como si el desorden y desequilibrio de nuestra alma se reflejaran en el mundo que nos rodea, deformándolo. El desasosiego y la angustia nos oprimen y buscamos y hallamos sus causas fuera de nosotros; el mundo nos parece mal organizado y tropezamos por doquiera con obstáculos.
Aquél era uno de esos días. Desde la mañana, aunque no había incurrido en falta alguna, me atormentaba un sentimiento como de conciencia culpable, procedente quizá de los sueños nocturnos.
Durante el desayuno creí advertir en los rasgos de mi padre una expresión de dolor y reproche. La leche estaba fría y desabrida. En la clase no me vi en apuros, pero todo me había parecido triste, inútil y desolador, despertando en mí una sensación de impotencia y desesperación que se me había hecho familiar, y que me sugería la idea de que en un tiempo sin término, permaneceríamos constantemente pequeños e impotentes, prisioneros de esa estúpida y hedionda escuela. Toda la vida se me antojaba repugnante y contradictoria.
También me había disgustado con mi amigo de entonces. Yo había trabado amistad con Osear Weber, el hijo del maquinista. En cierta ocasión se había jactado de que su padre ganaba siete marcos por día, replicándole yo al azar que el mío ganaba catorce. Impresionado, aceptó el hecho sin discutirlo y esto fue el principio de nuestra vinculación. Unos días después fundamos con Weber una sociedad, estableciendo una alcancía común, que nos serviría para adquirir un revólver, arma maciza con dos caños azulados, que yacía en la vitrina de un ferretero.
Weber me había persuadido de que ahorrando metódicamente durante un tiempo, pronto podríamos comprarlo. Siempre disponíamos de algún dinero; a menudo él recibía una moneda por algún mandado o una propina y a veces se encontraba dinero en la calle u objetos de valor como herraduras, trocitos de plomo y otras cosas que podían venderse a buen precio. A las primeras de cambio Weber me entregó una moneda para nuestra alcancía y eso me convenció de que nuestro proyecto era realizable y de que obtendríamos buen resultado.

LA FÁBULA DE LOS CIEGOS (INSPIRADA EN VOLTAIRE)
HERMANN HESSE


Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.

Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.
Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.

Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.
Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.

(1929)


Reseña de Cuentos Maravillosos

Cuentos Marvillosos es una selección de 15 cuentos, en la que el autor nos habla de ciertos acontecimientos prodigiosos de la infancia que luego olvidamos al hacernos adultos. Un mundo de ensueño e imaginación.

Cuentos maravillosos es sin duda la mejor y más importante antología de cuentos publicada en vida del autor, y su compilación está regida tanto por criterios cualitativos como estrictamente formales y temáticos (la presencia de la magia y lo maravillosos) que la dotan de unidad y coherencia.


Demian de Herman Hesse

Significado:
Demian (1919), por ejemplo, estaba fuertemente influenciada por la obra del psiquiatra suizo Carl Jung, al que Hesse descubrió en el curso de su propio (breve) psicoanálisis. El tratamiento que el libro da a la dualidad simbólica entre Demian, el personaje de sueño, y su homólogo en la vida real, Sinclair, despertó un enorme interés entre los intelectuales europeos coetáneos (fue el primer libro de Hesse traducido al español, y lo hizo Luis López Ballesteros en 1930). Las novelas de Hesse desde entonces se fueron haciendo cada vez más simbólicas y acercándose más al psicoanálisis.

Demian (fragmento)
" Y me contó la historia de un muchacho enamorado de una estrella. Adoraba a su estrella junto al mar, tendía sus brazos hacia ella, soñaba con ella y le dirigía todos sus pensamientos. Pero sabía o creía saber, que una estrella no podría ser abrazada por un ser humano. Creía que su destino era amar a una estrella sin esperanza; y sobre esta idea construyó todo un poema vital de renuncia y de sufrimiento silencioso y fiel que habría de purificarle y perfeccionarle. Todos sus sueños se concentraban en la estrella. Una noche estaba de nuevo junto al mar, sobre un acantilado, contemplando la estrella y ardiendo de amor hacia ella. En el momento de mayor pasión dió unos pasos hacia adelante y se lanzó al vacío, a su encuentro. Pero en el instante de tirarse pensó que era imposible y cayó a la playa destrozado. No había sabido amar. Si en el momento de lanzarse hubiera tenido la fuerza de creer firmemente en la realización de su amor, hubiese volado hacia arriba a reunirse con su estrella.
(...)
Las cosas que vemos son las mismas cosas que llevamos en nosotros. No hay más realidad que la que tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos viven tan irrealmente; porque cree que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse. Se puede ser muy feliz así, pero cuando se conoce lo otro, ya no se puede elegir el camino de la mayoría. "


El Lobo Estepario de Hesse, Hermann

ANOTACIONES DE HARRY HALLER

Sólo para locos

El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de vivir; había trabajado un buen rato, dando vueltas a los libros viejos; había tenido dolores durante dos horas, como suele tenerlos la gente de alguna edad; había tomado unos polvos y me había alegrado de que los dolores se dejaran engañar; me había dado un baño caliente, absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido tres veces el correo y hojeado las cartas, todas sin importancia, y los impresos, había hecho mi gimnasia respiratoria, dejando hoy por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de paseo una hora y había visto dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de preciosos cirros. Esto era muy bonito, igual que la lectura en los viejos libros y el estar tendido en el baño caliente; pero, en suma, no había sido precisamente un día encantador, no había sido un día radiante, de placer y Ventura, sino simplemente uno de estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí desde hace mucho tiempo los corrientes y normales; días mesuradamente agradables, absolutamente llevaderos, pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad; días sin dolores especiales, sin preocupaciones especiales, sin verdadero desaliento y sin desesperanza; días en los cuales puede meditarse tranquila y objetivamente, sin agitaciones ni miedos, hasta la cuestión de si no habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del célebre autor de los Estudios y sufrir un accidente al afeitarse.

El que haya gustado los otros días, los malos, los de los ataques de gota o los del maligno dolor de cabeza clavado detrás de los globos de los ojos, y convirtiendo, por arte del diablo, toda actividad de la vista y del oído de una satisfacción en un tormento, o aquellos días de la agonía del espíritu, aquellos días terribles del vacío interior y de la desesperanza, en los cuales, en medio de la tierra destruida y esquilmada por las sociedades anónimas, nos salen al paso, con sus muecas como un vomitivo, la humanidad y la llamada cultura con su fementido brillo de feria, ordinario y de hojalata, concentrado todo y llevado al colmo de lo insoportable dentro del propio yo enfermo; el que haya gustado aquellos días infernales, ése ha de estar muy contento con estos días normales y mediocres como el de hoy; lleno de agradecimiento se sentará junto a la amable chimenea y con agradecimiento comprobará, al leer el periódico de la mañana, que no se ha declarado ninguna nueva guerra ni se ha erigido en ninguna parte ninguna nueva dictadura, ni se ha descubierto en política ni en el mundo de los negocios ningún chanchullo de importancia especial; con agradecimiento habrá de templar las cuerdas de su lira enmohecida para entonar un salmo de gratitud mesurado, regularmente alegre y casi placentero, con el que aburrir a su callado y tranquilo dios contentadizo y mediocre, como anestesiado con un poco de bromuro; y en el ambiente de tibia pesadez de este aburrimiento medio satisfecho, de esta carencia de dolor tan de agradecer, se parecen los dos como hermanos gemelos, el monótono y adormilado dios de la mediocridad y el hombre mediocre algo encanecido que entona el salmo amortiguado.

Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer, donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas. Ahora bien, conmigo se da el caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad precisamente esta semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante, y tengo que refugiarme desesperado en otras temperaturas, a ser posible por la senda de los placeres y también por necesidad por el camino de los dolores. Cuando he estado una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan doloroso y de miseria, que al dormecino dios de la semisatisfacción le tiraría a la cara satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa. Entonces se inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de hacer polvo alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí mismo, de cometer temerarias idioteces, de arrancar la peluca a un par de ídolos generalmente respetados, de equipar a un par de muchachos rebeldes con el soñado billete para Hamburgo, de seducir a una jovencita o retorcer el pescuezo a varios representantes del orden social burgués. Porque esto es lo que yo más odiaba, detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente.

En tal disposición de ánimo terminaba yo, al oscurecer, aquel día adocenado y llevadero. No lo terminaba de la manera normal y conveniente para un hombre algo enfermo, entregándome a la cama preparada y provista de una botella de agua caliente a modo de imán; sino que insatisfecho y asqueado por mi poquito de trabajo y descorazonado, me calcé los zapatos, me embutí en el abrigo, dirigiéndome a la calle rodeado de niebla y oscuridad, para beber en la hostería del Casco de Acero lo que los hombres que beben llaman «un vaso de vino«, según un convencionalismo antiguo.

Así bajaba yo, pues, la escalera de mi sotabanco, estas penosas escaleras de la tierra extraña, estas escaleras burguesas, cepilladas y limpias, de una decentísima casa de alquiler para tres familias, junto a cuyo tejado tenía yo mi celda. No sé cómo es esto, pero yo, el lobo estepario sin hogar, el enemigo solitario del mundo de la pequeña burguesía, yo vivo siempre en verdaderas casas burguesas. Esto debe ser un viejo sentimentalismo por mi parte. No vivo en palacios ni en casas de proletarios, sino siempre exclusivamente en estos nidos de la pequeña burguesía, decentísimos, aburridísimos e impecablemente cuidados, donde huele a un poco de trementina y a un poco de jabón y donde uno se asusta, si alguna vez se da un golpazo al cerrar la puerta de la casa o si se entra con los zapatos sucios. Me gusta sin duda esta atmósfera desde los años de mi infancia, y mi secreta nostalgia hacia algo así como un hogar me lleva, sin esperanza, una y otra vez, por estos necios caminos.


Siddharta de Hesse, Hermann
en Inglés

FIRST PART
To Romain Rolland, my dear friend

THE SON OF THE BRAHMAN
In the shade of the house, in the sunshine of the riverbank near the boats, in the shade of the Sal-wood forest, in the shade of the fig tree is where Siddhartha grew up, the handsome son of the Brahman, the young falcon, together with his friend Govinda, son of a Brahman. The sun tanned his light shoulders by the banks of the river when bathing, performing the sacred ablutions, the sacred offerings. In the mango grove, shade poured into his black eyes, when playing as a boy, when his mother sang, when the sacred offerings were made, when his father, the scholar, taught him, when the wise men talked. For a long time, Siddhartha had been partaking in the discussions of the wise men, practising debate with Govinda, practising with Govinda the art of reflection, the service of meditation. He already knew how to speak the Om silently, the word of words, to speak it silently into himself while inhaling, to speak it silently out of himself while exhaling, with all the concentration of his soul, the forehead surrounded by the glow of the clear-thinking spirit. He already knew to feel Atman in the depths of his being, indestructible, one with the universe.
Joy leapt in his father's heart for his son who was quick to learn, thirsty for knowledge; he saw him growing up to become great wise man and priest, a prince among the Brahmans.
Bliss leapt in his mother's breast when she saw him, when she saw him walking, when she saw him sit down and get up, Siddhartha, strong, handsome, he who was walking on slender legs, greeting her with perfect respect.
Love touched the hearts of the Brahmans' young daughters when Siddhartha walked through the lanes of the town with the luminous forehead, with the eye of a king, with his slim hips.



But more than all the others he was loved by Govinda, his friend, the son of a Brahman. He loved Siddhartha's eye and sweet voice, he loved his walk and the perfect decency of his movements, he loved everything Siddhartha did and said and what he loved most was his spirit, his transcendent, fiery thoughts, his ardent will, his high calling. Govinda knew: he would not become a common Brahman, not a lazy official in charge of offerings; not a greedy merchant with magic spells; not a vain, vacuous speaker; not a mean, deceitful priest; and also not a decent, stupid sheep in the herd of the many. No, and he, Govinda, as well did not want to become one of those, not one of those tens of thousands of Brahmans. He wanted to follow Siddhartha, the beloved, the splendid. And in days to come, when Siddhartha would become a god, when he would join the glorious, then Govinda wanted to follow him as his friend, his companion, his servant, his spear-carrier, his shadow.
Siddhartha was thus loved by everyone. He was a source of joy for everybody, he was a delight for them all.
But he, Siddhartha, was not a source of joy for himself, he found no delight in himself. Walking the rosy paths of the fig tree garden, sitting in the bluish shade of the grove of contemplation, washing his limbs daily in the bath of repentance, sacrificing in the dim shade of the mango forest, his gestures of perfect decency, everyone's love and joy, he still lacked all joy in his heart. Dreams and restless thoughts came into his mind, flowing from the water of the river, sparkling from the stars of the night, melting from the beams of the sun, dreams came to him and a restlessness of the soul, fuming from the sacrifices, breathing forth from the verses of the Rig-Veda, being infused into him, drop by drop, from the teachings of the old Brahmans.
Siddhartha had started to nurse discontent in himself, he had started to feel that the love of his father and the love of his mother, and also the love of his friend, Govinda, would not bring him joy for ever and ever, would not nurse him, feed him, satisfy him. He had started to suspect that his venerable father and his other teachers, that the wise Brahmans had already revealed to him the most and best of their wisdom, that they had already filled his expecting vessel with their richness, and the vessel was not full, the spirit was not content, the soul was not calm, the heart was not satisfied. The ablutions were good, but they were water, they did not wash off the sin, they did not heal the spirit's thirst, they did not relieve the fear in his heart. The sacrifices and the invocation of the gods were excellent--but was that all? Did the sacrifices give a happy fortune? And what about the gods? Was it really Prajapati who had created the world? Was it not the Atman, He, the only one, the singular one? Were the gods not creations, created like me and you, subject to time, mortal? Was it therefore good, was it right, was it meaningful and the highest occupation to make offerings to the gods? For whom else were offerings to be made, who else was to be worshipped but Him, the only one, the Atman? And where was Atman to be found, where did He reside, where did his eternal heart beat, where else but in one's own self, in its innermost part, in its indestructible part, which everyone had in himself? But where, where was this self, this innermost part, this ultimate part? It was not flesh and bone, it was neither thought nor consciousness, thus the wisest ones taught. So, where, where was it? To reach this place, the self, myself, the Atman, there was another way, which was worthwhile looking for? Alas, and nobody showed this way, nobody knew it, not the father, and not the teachers and wise men, not the holy sacrificial songs! They knew everything, the Brahmans and their holy books, they knew everything, they had taken care of everything and of more than everything, the creation of the world, the origin of speech, of food, of inhaling, of exhaling, the arrangement of the senses, the acts of the gods, they knew infinitely much--but was it valuable to know all of this, not knowing that one and only thing, the most important thing, the solely important thing?

Surely, many verses of the holy books, particularly in the Upanishades of Samaveda, spoke of this innermost and ultimate thing, wonderful verses. "Your soul is the whole world", was written there, and it was written that man in his sleep, in his deep sleep, would meet with his innermost part and would reside in the Atman. Marvellous wisdom was in these verses, all knowledge of the wisest ones had been collected here in magic words, pure as honey collected by bees. No, not to be looked down upon was the tremendous amount of enlightenment which lay here collected and preserved by innumerable generations of wise Brahmans.--
But where were the Brahmans, where the priests, where the wise men or penitents, who had succeeded in not just knowing this deepest of all knowledge but also to live it? Where was the knowledgeable one who wove his spell to bring his familiarity with the Atman out of the sleep into the state of being awake, into the life, into every step of the way, into word and deed? Siddhartha knew many venerable Brahmans, chiefly his father, the pure one, the scholar, the most venerable one. His father was to be admired, quiet and noble were his manners, pure his life, wise his words, delicate and noble thoughts lived behind its brow --but even he, who knew so much, did he live in blissfulness, did he have peace, was he not also just a searching man, a thirsty man? Did he not, again and again, have to drink from holy sources, as a thirsty man, from the offerings, from the books, from the disputes of the Brahmans?
Why did he, the irreproachable one, have to wash off sins every day, strive for a cleansing every day, over and over every day? Was not Atman in him, did not the pristine source spring from his heart? It had to be found, the pristine source in one's own self, it had to be possessed! Everything else was searching, was a detour, was getting lost.

Thus were Siddhartha's thoughts, this was his thirst, this was his suffering.

Often he spoke to himself from a Chandogya-Upanishad the words: "Truly, the name of the Brahman is satyam--verily, he who knows such a thing, will enter the heavenly world every day." Often, it seemed near, the heavenly world, but never he had reached it completely, never he had quenched the ultimate thirst. And among all the wise and wisest men, he knew and whose instructions he had received, among all of them there was no one, who had reached it completely, the heavenly world, who had quenched it completely, the eternal thirst.
"Govinda," Siddhartha spoke to his friend, "Govinda, my dear, come with me under the Banyan tree, let's practise meditation."

They went to the Banyan tree, they sat down, Siddhartha right here, Govinda twenty paces away. While putting himself down, ready to speak the Om, Siddhartha repeated murmuring the verse:

Om is the bow, the arrow is soul,
The Brahman is the arrow's target,
That one should incessantly hit.
Puedes seguir leyendo el libro en Inglés o en Alemán en forma on line o bajarlo a la computadora en la página de gutenberg.org el libro Siddhartha corresponde al Dominio Público.






Biografía de HERMANN HESSE
Nació en Calw (Selva Negra) el 2 de Julio de 1877. Hijo de un pastor protestante, ingresó en 1891 en el seminario de Maulbronn, que abandonó al año siguiente. A los 14 años abandonó a su familia y trabajó primero como mecánico y luego de librero. En 1903 viajó a Italia y en 1911 a la India, que influenció profundamente sus trabajos. Vivió varios años en Berna y, desde 1919, en Montagnola, junto a Lugano. En 1923 adquirió la nacionalidad suiza. Su nombre se incluyó en la lista negra nazi. En 1946 le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Fue, además, un notable dibujante y pintor. Murió en Montagnola (Suiza) el 9 de agosto de 1962, a los 85 años.

OBRAS:

Es uno de los escritores más representativos de la Europa actual, continuador de la línea del romanticismo alemán e intérprete al mismo tiempo de los problemas de la sociedad moderna. El tema central de su obra es la inquietud del hombre en busca de su destino. Las raíces espirituales de Hesse hay que buscarlas en el pietismo al que vino a unirse la experiencia del Lejano Oriente. Entre estos dos polos busca el auténtico ideal humano.

Sus obras son en gran parte confesión de su interior. En su edad madura intenta armonizar los valores éticos y estéticos, la sabiduría del Oriente y la del Occidente. Su lenguaje es sencillo, fluido y musical y sabe expresar los más diversos matices del sentimiento. Sus principales novelas son : Peter Camenzind (1904), historia de un vagabundo con rasgos autobiográficos; Bajo la rueda, 1906, en la que critica la educación escolar; Gertrudis (1910) y Rosshalde (1914), que tratan del conflicto entre la vocación artística y los deberes conyugales; Demian (1919), que es de nuevo la historia de un joven en busca de su destino; Siddharta (1922), inspirado en su viaje a la India; El lobo estepario, 1927, muestra como en el hombre hay dos almas: una humana y otra de lobo; Narziss und Goldmund (1930) representan al asceta y al esteta. Su última novela fue El juego de los abalorios (1943), una tentativa utópica de síntesis de la filosofía oriental y la occidental. Fue el último representante del romanticismo alemán, y en todas sus obras se vislumbra un fondo místico.


Homenaje a Hesse, Hermann




El Ultimo Verano en Klingsor
Reseña :
A sus 42 años, el pintor Klingsor ya no siente ganas de vivir y, acabado, pinta su primer autorretrato. Una existencia demasiado llena, demasiado apasionada, vivida demasiado intensamente, le han minado todas sus fuerzas.

En la que prevé será su última estación, el placer y el tormento de la pintura, la alegría y la obsesión de la creación, la amistad sincera y un delicado nuevo amor marcan los días. Klingsor se enfrenta a cada minuto con vehemencia y con la impaciencia de quien no se contenta con el fluir indoloro del tiempo. Poniéndose en la piel de Klingsor y asimilando los sentimientos vitales de los expresionistas, Hesse reedita en esta obra el tono nostálgico y las preguntas básicas sobre el ser y el sentido de la existencia.



Narciso y Golmundo


HERMANN HESSE:

La novela como género literario --además de otras características que la sustentan y conforman--, adquiere con Hesse una cierta dimensión que trasciende a lo cognoscible como valor narrativo. De hecho, en este autor, se da una prosa que con desgarradora autenticidad nos muestra los profundos sismos que estremecen la conciencia del hombre, cuando éste, en su natural reflexionar, penetra ese espacio infinito que representa el complejo mundo de lo transitorio y lo eterno.

"Narciso y Golmundo", novela ambientada en la edad media germánica, contiene un delirio poético materializado en metáforas que describen lo que es la cosa medular de la trama: los submundos oníricos y sus posibilidades concretas en la realidad existencial.

El alma humana tras la verdad Divina es movida por límites establecidos por el arte, la filosofía; por la conciencia y, también, por una visión contemplativa de las cosas. No obstante, todas estas expresiones consideradas como categorías intelectuales, no logran un saber absoluto, ni menos un descifrar el misterio de la vida.

Tanto Narciso (el pensador) como Golmundo (el artista), individuos singulares en cuanto a su naturaleza, al espíritu que los conforma, perecen en sus intentos de aprehender aquella verdad ontológica. Ambos saben que los conceptos mismos de lógica e intuición mística, no son las formas esenciales que constituyen la razón del existir. A lo más, términos que representan una vaga percepción de esa fuerza subterránea y vital, que hacen del hombre el mayor de los enigmas. En este libro de Hesse, el hombre, en su intento de superarse a sí mismo, queda escindido de su origen; y por ende, lejos de su realización.

Diríase que ningún hombre es un ser logrado. Siempre está en camino de serlo. Tal vez, su destino parezca una voluntad fragmentada, sometida a ¿razones seminales?. Lo cierto es, que la cuestión sobre la libertad en el hombre aparece ya en los primeros diálogos de la novela, cuando Narciso, el joven monje, el eximio pensador, en su intento de iluminar el alma de su amigo Golmundo y encaminarlo hacia su ser verdadero, argumenta: "No son siempre los deseos los que determinan el destino y la misión de un hombre, sino otras cosas, algo predeterminado". Desde luego, toda voluntad carece de fundamento, si la vocación que la rige no tiene su origen y movimiento en la potencialidad interior del hombre. Por consiguiente, es la conciencia, como sujeto pensante, la que mira sobre su entorno, no para alterarlo, sino, para hacerlo objeto de conocimiento.

Tenemos entonces que estos dos personajes conforman el nudo central de la novela. Hesse reproduce genuinamente las dos tendencias del espíritu frente a la gran disyuntiva que implica escuchar el llamado de la abstracción y el clamor de los sentidos. Por tanto, en las vidas de Narciso y de Golmundo se describen estas polaridades como los contrastes llevados a su máxima tensión. También podría interpretarse el sino de estos seres, como la dualidad de una sola alma remecida por las potencias de lo racional e irracional.

Asimismo, es la personalidad del Golmundo la que concita la mayor hondura de análisis de estas páginas. En efecto, es por su entrega al mundo, con sus avatares y horrores, lo que nos insta a dilucidar los grandes dilemas que conmueven la existencia del ser humano.

Cuando Golmundo decide abandonar el monasterio de Mariabronn, para iniciar una vida errante, por cierto, sin un aparente sentido, comienza a estar próximo a experimentar el mal, entre otras tantas vivencias trascendentales, que resultarán ser la fuente originaria de su inspiración. Narciso sabía cuál era su deber consigo mismo. Por añadidura, llegaría a ser abad y luego a dirigir la orden. Su talento le auguraba tales perspectivas. En cambio, era Golmundo quién tenía que impregnarse de toda la vorágine que se presentaba ante sus ojos para comprender el misterio que lo atormentaba. Tras años de vagabundeo, Golmundo se colmó de placeres sensuales. Para sobrevivir tuvo necesariamente que matar; es más, conoció el hambre y sintió en sus entrañas la voz de la muerte. Experimentando lo fugaz de la vida se pregunto: "Dios mío, ¿por qué nos has creado así, por qué nos llevas por tales caminos? ¿No somos tus criaturas? ¿No murió tu Hijo por nosotros?".

Resulta cierto lo que pensaba Kierkegarrd cuando exponía que el mal era la cruz donde estaba clavada la inteligencia del hombre. Cabe preguntarse: ¿es el mal exclusivamente de orden moral? ¿Posee una naturaleza metafísica? ¿Es una realidad, o un disvalor? Golmundo llegaría a la conclusión de que: "Un hombre llamado a un alto destino podía sumergirse hondamente en la confusión sangrienta y ebria de la vida sin matar en el lo divino".

Era evidente que todo este cúmulo de tentativas iban configurando y develando el arcano que se cernía sobre Golmundo. Todas aquellas imágenes simbólicas ahora poseían un rostro definido. Obviamente, era imposible que el anhelo de Golmundo de volver a ver a su madre pudiera realizarse; pero a su vez, él había logrado conservarla en su corazón como la "imagen de Eva, de una madre humanidad; la vida misma como madre primigenia".

Golmundo, el escultor, logra sintetizar en dos figuras todo el caudal de impresiones recogidas por su alma, a lo largo de su peregrinaje. Por supuesto, estas fueron un "San Juan" inspirado en su amigo Narciso y el dulce rostro de Lidia, la joven que amó con su alma y sangre.

Al final de sus días, en su lecho de muerte, en palabras que apenas puede balbucear, le confiesa a Narciso que no pudo esculpir la efigie de la "Eva Madre", que encarnaba para él todo lo vivido. Empero musita: "Será mi madre la que me llevará de nuevo hacia sí, reintegrándome al no ser y la inocencia".

El postrer reencuentro entre Narciso y Golmundo se desarrolla en un coloquio de depurado nivel intelectual. Es menester, ambos personajes llegan a esta instancia tras haber logrado su plena madurez y creatividad.

Hesse define con suma agudeza la diferencia que hay entre Narciso, que comprende el mundo por medio de conceptos, y Golmundo, que lo vislumbra mediante imágenes. Es por eso que Narciso, tras escuchar a su amigo expresarse sobre las imágenes y su concepción en el arte comenta: "Mucho antes de que una obra de arte se haga visible y cobre realidad, existe ya, como imagen, en el alma del artista. Esa imagen, ese modelo prístino, es justamente lo que los filósofos llama una Idea".

Pues bien, según Hegel: "La Idea, no es sólo sustancia y universalidad, sino además la unidad del concepto y de su realidad, el concepto instaurado como concepto dentro de su objetividad. La Idea debe, en efecto, acceder a la realidad y mantenerla por tanto a través de la subjetividad real conceptual en sí misma".

Como Golmundo no podía desprenderse de las representaciones, ni pensar sin imágenes, interroga a Narciso sobre qué entiende por lo que denomina "realizarse". Narciso arguye que: "El más elevado de todos los conceptos es el ser perfecto. El ser perfecto es Dios. Nosotros somos transitorios, somos posibilidades. Sin embargo, cuando pasamos de la potencia al acto, de la posibilidad a la realización, participamos en el verdadero ser. A esto es lo que se llama realizarse".

"Narciso y golmundo (o lo que bien podríamos considerar como un clásico dentro de la literatura), así como el resto de la obra de Hermann Hesse, ratifica el vasto aporte filosófico de este genial escritor a la novela contemporánea.

Fuente: Cesar Vásquez López,
en el Boligrafo, Magazine Literario


 
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