Francisco Limonche Valverde
Un Ángel me acompaña
Capítulo 1
Caminaba distraído; no recuerdo bien qué pensaba en aquel instante, aunque vagamente me vienen a la cabeza ráfagas de la imagen de mi pueblo.
Tampoco recuerdo cómo sucedió aquello. De improviso me encontré flotando y el aire se tornó liviano. Una extraña sucesión de colores, algún rostro familiar; unas imágenes ininterrumpidas; después un velo y ya no volví a sentir nada, hasta despertar en el hospital. Todo quedaba envuelto en una neblina; algo extremadamente blanco y denso; después susurros, cuchicheos.
El primer rostro que vi fue el de ella. Me miraba entre expectante y angustiada:
-- Hola -- me dijo.
No respondí; en realidad creía estar soñando. Cerré los ojos. Hice un intento por cambiar de postura en la cama. Apenas si conseguí mover la cabeza. Volví a abrir los ojos.
La estancia me resultaba desconocida. Todo me era confuso; tan sólo su presencia contribuía a calmar la sensación de desconcierto y el apunte de miedo que comenzaba a embargarme:
-- ¿Dónde estoy? -- acerté a preguntar.
Mis propias palabras me sonaban a hueco. Eran como el coro repetido de voces ajenas que abriesen un agujero en mi cabeza, de donde salían como el aire que se filtra por una grieta.
-- Has sufrido un accidente. Estás en el hospital Gregorio Marañón -- respondió con una dulzura que me resultó sorprendente, pese a hallarme aún entre brumas.
-- ¿Hospital? ¿Qué es lo que me ha pasado? -- sentí una enorme desgana y un gran vacío al decir esto. Traté de incorporarme. No pude; me resultaba imposible mover un solo músculo.
-- Tranquilízate. No tengas miedo. Ahora vendrán los médicos -- me dijo y la voz se le quebró.
-- Pero ¿qué me ocurre? !No puedo moverme! -- Intenté incorporarme una vez más. No sentía las manos. Tuve miedo. La sensación horrible de no controlar el propio cuerpo; de no dominar la situación, me hizo comprender que algo muy grave, y tal vez irreparable, me había sucedido.
-- No puedes moverte, porque aún te encuentras bajo los efectos de la medicación. Tranquilízate. Voy a llamar a los médicos y ellos te explicarán -- su rostro y su voz me resultaban incomprensibles, lejanos, como si en realidad no perteneciesen a ella.
-- Llámalos, por favor -- le supliqué en un hilo de voz y cerré los ojos, sintiéndome confundido y angustiado. Todo me daba vueltas; la habitación, su voz; la imagen de mi pueblo.
Cada latido, cada inspiración se trocaban en ecos de un algo ajeno que de repente se hubiera adueñado de mí. Jamás antes había sentido nada parecido. En realidad, apenas si me reconocía a mí mismo. Sólo cerrar los ojos me proporcionaba la remota sensación de que mantenía algún control sobre lo que me estaba sucediendo.
Incluso María me resultaba lejana y confusa. No era la chica alegre y despreocupada que reía por cualquier cosa. La gravedad de su rostro, el extraño temblor de su voz; el sentirla tan lejos, cuando yo la recordaba con aquella mirada brillante de comerse el mundo, me desconcertaban.
Traté de hacer un esfuerzo y ordenar mis ideas. Todo cuanto pude fue recordar que había salido de la oficina un poco antes de lo habitual. Hacía calor. Había tomado el metro en Moncloa. Recordaba también las estaciones de metro pasando ante mí con rapidez. Gente que entraba y salía con apresuramiento. Un chico y una chica besándose. En Sol pasaron varios soldados al mismo vagón en el que yo me encontraba. Uno de ellos me saludó, probablemente confundiéndome con un superior:
-- ¡A sus órdenes, mi capitán¡ -- me dijo. Le devolví el saludo con una sonrisa. Cuchicheaban entre ellos. Mi presencia parecía cohibirles, pese a resultarme del todo desconocidos. Opté por mirar a otro lado