Encuentro Literario Virtual
  Chejov
 
Escritor: ANTON CHEJOV






Haciendo click sobre la imagen verás un fragmento del monólogo en un acto "Sobre el daño que hace el tabaco" del dramaturgo ruso Antón Pavlovich Chéjov, que el actor madrileño Alfonso Salmerón escenifica e interpreta.



               Sobre el daño que hace el tabaco   ...

MONÓLOGO EN UN ACTO
(1886)

PERSONAJE
IVÁN IVANOVICH NIUJIN, esposo de la propietaria de una escuela de música y de un pensionado de señoritas. La escena representa un estrado en un casino de provincia

Acto único
NIUJIN, hombre de largas patillas y sin bigote, vestido de un frac viejo y deslucido. Tras hacer una entrada majestuosa, saluda y se estira el chaleco.

NIUJIN.-¡Muy señoras y muy señores míos!... (Se atusa las patillas.) Habiendo sido invitada mi mujer a hacerme dar una conferencia con fines benéficos sobre un tema popular..., he de decirles que, por lo que a mí respecta, el asunto de esta me es indiferente... ¿Que hay que dar una conferencia?... Pues a dar una conferencia... No soy profesor, y estoy muy lejos de poseer la menor categoría científica; pero, sin embargo, hace ya treinta años que trabajo de un modo incesante, y hasta con perjuicio..., podría decir..., de mi propia salud, en cuestiones de un carácter puramente científico... Incluso escribo artículos científicos o, al menos, si no precisamente científicos, algo, con perdón de ustedes, que se asemeja mucho a lo científico. Justamente, en uno de los pasados días, compuse uno larguísimo, que llevaba el siguiente título: «Sobre lo dañino de determinados insectos»... A mis hijas les gustó mucho... En especial, la parte dedicada a las chinches... Yo, sin embargo, después de leído lo rompí... Después de todo, y se escriba lo que se escriba, no puede uno prescindir del uso de los polvos persas... Por tema de mi conferencia de hoy he elegido el que sigue: «Sobre el daño que el tabaco causa a la Humanidad». Yo soy fumador..., pero como mi mujer me manda hablar de lo dañino del tabaco..., ¡qué remedio me queda!... ¡Si hay que hablar del tabaco..., hablaré del tabaco!... A mí me da igual!... Eso sí..., les ruego, señores, que escuchen esta conferencia con la debida seriedad... Aquel a quien una conferencia científica asuste o desagrade..., puede no escucharla y retirarse... (Se estira el chaleco.) Solicito también una atención especial por parte de los señores médicos..., ya que estos pueden sacar gran provecho de mi conferencia..., dado que el tabaco, a pesar de su carácter perjudicial, es empleado también en medicina. Si, por ejemplo, metiéramos una mosca en una tabaquera..., moriría, seguramente, víctima de un desequilibrio de sus nervios... Como primera orientación, puede decirse que el tabaco es una planta... Les advierto que yo, por lo general, cuando doy una conferencia, tengo la manía de guiñar el ojo derecho; pero ustedes no reparen en ello... Es un defecto de mis nervios... Soy hombre muy nervioso, y esta costumbre de guiñar un ojo la contraje el trece de septiembre de mil ochocientos ochenta y nueve: día en el que mi mujer dio a luz su cuarta hija, de nombre Varvara... Todas mis hijas nacieron en trece... Pero... (Mira el reloj.), el tiempo apremia y no podemos desviarnos del tema de esta conferencia. Tengo, primeramente, que decirles que mi mujer es propietaria de una escuela de música y de un pensionado de señoritas... Dicho sea entre nosotros, a mi mujer le gusta mucho quejarse de la falta de dinero; pero la realidad es que tiene ahorrados de cuarenta a cincuenta mil rublos..., ¡por lo menos!..., mientras que yo no dispongo ni de una sola «kopeika»... ¡En fin, qué se le va a hacer!... En la pensión, el encargado de las faenas domésticas soy yo... Voy a la compra, vigilo el servicio, anoto los gastos, confecciono cuadernos, limpio de chinches los muebles, paseo al perrito de mi mujer, cazo ratones... Ayer, por ejemplo, que proyectaban hacer «blinis»(1), mi obligación se redujo a dar a la cocinera la harina y la mantequilla; pues bien..., figúrense que hoy, cuando estaban preparados ya los «blinis», viene mi mujer a la cocina y dice que tres de las alumnas no pueden comerlos por tener las amígdalas inflamadas... Sobraban, por tanto, varios «blinis»... ¿Qué hacer con ellos?... Mi mujer quiso, primero, guardarlos en la despensa; pero luego, después de pensarlo un rato, me dijo: «¡Cómetelos tú, espantapájaros!»... Cuando está de mal humor me llama «espantapájaros»... «¡Satanás!»... ¿Y qué tengo yo de Satanás?... ¡Ella es la que está siempre de mal humor!... No puedo decir que me comí los «blinis»... Me los tragué sin masticar... ¡Tengo siempre tanta hambre!... Ayer, por ejemplo, no me dio de comer en absoluto... «¿Por qué voy a tener yo que darte de comer?», me dijo... Pero... (Mirando el reloj.), nos estamos desviando del tema. Prosigamos... Aunque, en realidad, creo que seguramente les gustaría más estar escuchando una sinfonía o un aria... (Canta.) «¡En el combate no perderemos la sangre fría!»... No me acuerdo de dónde es esto... A propósito..., me olvidaba decirles que en la escuela de música de mi mujer..., aparte de las ocupaciones domésticas..., tengo obligación de dar clase de matemáticas, de física, de química, de geografía, de historia, de solfeo, de literatura, etcétera... Las lecciones de baile, canto y dibujo las cobra mi mujer, aunque la de baile y la de canto también soy yo quien las doy... Nuestra escuela está situada en el callejón de Piatisobachi(2) y en el número trece. Seguramente es el vivir en un número trece lo que me hace tener tan poca suerte en la vida... Mis hijas nacieron en trece y nuestra casa tiene trece ventanas... ¡Qué, se le va a hacer!... Si alguien desea más detalles puede dirigirse a mi mujer, que está a todas horas en casa, o leer los programas de la escuela. Los vende el portero a treinta «kopeikas» la hoja. (Saca unas cuantas de su bolsillo.) Si lo desean, puedo darles algunos. ¡A treinta «kopeikas» la hoja!... ¿Hay quien la quiera?... (Pausa.) ¿No quiere nadie?... ¡Se la dejo a veinte! (Pausa.) ¡La fatalidad!... ¡Si vivo en un número trece, cómo voy a tener suerte!... ¡Me he vuelto viejo y tonto!... Quién sabe si, por ejemplo, mientras estoy dando esta conferencia presento un aspecto alegre y, sin embargo..., ¡cómo me agradaría pegar un grito muy fuerte o salir de aquí disparado e ir a parar a mil leguas!... ¡No tengo nadie con quien poder lamentarme y hasta me entran ganas de llorar!... Me dirán ustedes...: «¿Y sus hijas?»... ¡Mis hijas!... ¡Les hablo y se echan a reír!... Mi mujer tiene siete hijas. No, perdón..., creo que seis... (Con viveza.) No, siete... La mayor, Anna, ha cumplido los veintisiete, y la menor, los diecisiete... ¡Muy señores míos!... ¡Escuchen!... (Volviendo la cabeza para mirar tras de sí.) ¡Soy un desgraciado!... ¡Me he convertido en un ser anodino..., aunque, en realidad..., tienen ustedes delante al más feliz de los padres..., o, por lo menos, debían tenerlo... Es todo lo que me atrevo a decir... ¡Si supieran ustedes solamente cuánto!... He vivido junto a mi mujer treinta y tres años de mi vida, que puedo decir fueron los mejores de ella... ¡Bueno!... ¡Los mejores, precisamente, no, pero..., casi, casi!... Estos, en una palabra, se deslizaron como un feliz instante..., aunque para hablar en justicia..., que se los lleve el diablo... (Volviendo la cabeza.) Me parece que ella no ha venido todavía y que puede uno decir lo que quiere... ¡Me da miedo!... ¡Me da un miedo horrible cuando me mira!... Pues..., como les iba diciendo..., mis hijas seguramente no se casan por su timidez y, además, porque no hay hombre que tenga ocasión de conocerlas... Mi mujer no quiere dar reuniones ni invita nunca a nadie a comer... Es una dama sumamente roñosa, gruñona e irascible, por lo que jamás viene nadie a visitarnos; pero, sin embargo, puedo comunicarles, en calidad de secreto (Se acerca a las candilejas.), que a las hijas de mi mujer puede vérselas en los días de las grandes festividades en casa de su tía Natalia Semionovna..., esa que padece de reuma y gasta un vestido amarillo con pintitas negras que parece va todo salpicado de cucarachas... Allí acostumbran también dar meriendas, y, cuando mi mujer no está presente, se permite esto: (Empina el codo.) Tengo que decirles que la primera copa suele ya embriagarme, y que, en ese momento, siento en el alma tanta paz y, al mismo tiempo, tanta tristeza, que no tengo palabras para expresarlas... No sé por qué, acuden a mi memoria los años de mi juventud y experimento unos tremendos deseos de correr... ¡Ay!... (Con animación.) ¡Si supieran ustedes lo fuertes que son estos deseos!... ¡Correr!... ¡Dejarlo todo!... ¡Correr sin volver atrás la cabeza!... ¡Adónde?... ¡Qué importa adónde!... ¡Lo que importa es escapar a esta vida fea, vulgar, barata, que me ha convertido en un viejo y lamentable tonto..., en un viejo y lamentable idiota!... ¡Escapar a esta vieja mezquina, mala, mala tacana que es mi mujer!... ¡Mi mujer, que durante treinta y tres años me ha martirizado!... ¡Huir de la música, de la cocina, del dinero de mi mujer, de todas estas pequeñeces y vulgaridades, y detenerme lejos..., lejos..., en algún lugar del campo..., convertido en un árbol, en un poste, en un espantapájaros, bajo el ancho cielo, y pasarme la noche contemplando la clara, la silenciosa luna y olvidar!... ¡Olvidar!... ¡Oh, como quisiera no acordarme de nada!... ¡Cómo quisiera arrancar de mis hombros este vil y viejo frac con el que me casé hace treinta años!... (Arrancándose de encima el frac.) ¡Con el que estoy dando siempre conferencias para fines benéficos!... ¡Toma!... (Pisoteándolo.) ¡Toma!... ¡También yo soy tan viejo, tan pobre y tan lamentable como este chaleco de espalda gastada y deshilachada!... ¡Nada necesito!... ¡Estoy por encima y soy más puro que todo esto!...

¡Hubo un tiempo en el que fui joven, inteligente..., en el que estudié en la Universidad..., en el que soñé y me consideré un hombre!... ¡Ahora, nada necesito!... ¡Nada, salvo la paz!... (Mira hacia un lado y se pone precipitadamente el frac.) Pero ¡si está mi mujer entre bastidores!... ¡Ha venido y me está esperando! (Mira el reloj.) ¡Señores! ¡El tiempo fijado para esta conferencia ha expirado ya!... ¡Les ruego..., si ella les pregunta algo..., digan que ha sido pronunciada..., que el fantoche..., o séase, yo..., se portó dignamente!... (Echando una mirada a un costado y aclarándose la garganta.) ¡Está mirando hacia aquí!... (Alzando la voz.) «¡Una vez admitido que el tabaco contenga en sí el terrible veneno a que acabo de referirme, en ningún caso les aconsejo que fumen, y hasta me permito esperar que esta conferencia, que ha tenido por tema «El daño que hace el tabaco», les aporte un beneficio... He dicho... Dixi et animam levavi.» (Saluda, y sale con paso majestuoso. Telón.)


Haciendo click sobre la imagen verás un fragmento del monólogo en un acto "Sobre el daño que hace el tabaco" PARTE 2 del dramaturgo ruso Antón Pavlovich Chéjov, que el actor madrileño Alfonso Salmerón escenifica e interpreta.



Haciendo click sobre la imagen verás un fragmento del monólogo en un acto "Sobre el daño que hace el tabaco" PARTE 3 del dramaturgo ruso Antón Pavlovich Chéjov, que el actor madrileño Alfonso Salmerón escenifica e interpreta.




Los mártires


Lisa Kudrinsky, una señora joven y muy cortejada, se ha puesto de pronto tan enferma, que su marido se ha quedado en casa en vez de irse a la oficina, y le ha telegrafiado a su madre.
He aquí cómo cuenta la señora Lisa la historia de su enfermedad:
Después de pasar una semana en la quinta de mi tía me fui a casa de mi prima Varia. Aunque su marido es un déspota -¡yo le mataría!- hemos pasado unos días deliciosos. La otra noche dimos una función de aficionados, en la que tomé yo parte. Representamos Un escándalo en el gran mundo. Frustalev estuvo muy bien. En un entreacto bebí un poco de limón helado con coñac. Es una mezcla que sabe a champagne. Al parecer no me sentó mal. Al día siguiente hicimos una excursión a caballo. La mañana era un poco húmeda y me resfrié. Hoy he venido a ver a mi pobre maridito y a llevarme el traje de seda. No había hecho más que llegar, cuando he sentido unos espasmos en el estómago y unos dolores... Creí que me moría. Varia, ¡claro!, se ha asustado mucho; ha empezado a tirarse de los pelos, ha mandado por el médico. ¡Han sido unos momentos terribles!
Tal es el relato que la pobre enferma les hace a todos sus visitantes.
Después de la visita del médico se duerme con el sosegado sueño de los justos, y no se despierta en seis horas.
En el reloj acaban de dar las dos de la mañana. La luz de una lámpara con pantalla azul alumbra débilmente la estancia. Lisa, envuelta en un blanco peinador de seda y tocada con un coquetón gorro de encaje, entreabre los ojos y suspira. A los pies de la cama está sentado su marido, Visili Stepanovich. Al pobre le colma de felicidad la presencia de su mujer, casi siempre ausente de casa; pero, al mismo tiempo, su enfermedad le desasosiega en extremo.
-¿Qué tal, querida? ¿Estás mejor? -le pregunta muy quedo.
-¡Un poco mejor! -gime ella-. ¡Ya no tengo espasmos; pero no puedo dormir!...
-¿Quieres que te cambie la compresa, ángel mío?
Lisa se incorpora con lentitud, pintado un intenso sufrimiento en la faz, e inclina la cabeza hacia su marido, que, sin tocar apenas su cuerpo, como si fuese algo sagrado, le cambia la compresa. El agua fría la estremece ligeramente y le arranca risitas nerviosas.
-¿Y tú, pobrecito, no has dormido? -gime, tendiéndose de nuevo.
-¿Acaso podría yo dormir estando enferma mi mujercita?
-Esto no es nada, Vasia. Son los nervios. ¡Soy una mujer tan nerviosa...! El doctor lo achaca al estómago; pero estoy segura de que se engaña. No ha comprendido mi enfermedad. Son los nervios y no el estómago, ¡te lo juro! Lo único que temo es que sobrevenga alguna complicación...
-¡No, mujer! Mañana se te habrá pasado ya todo.
-No lo espero... No me importa morirme; pero cuando pienso que tú te quedarías solo... ¡Dios mío!... ¡Ya te veo viudo!...
Aunque el amante esposo está solo casi siempre y ve muy poco a su mujer, se amilana y se aflige al oírla hablar así.
-¡Vamos, mujer! ¿Cómo se te ocurren pensamientos tan tristes? Te aseguro que mañana estarás completamente bien...
-No lo espero... Además, aunque yo me muera, la pena no te matará. Llorarás un poco y te casarás luego con otra...
El marido no encuentra palabras para protestar contra semejantes suposiciones, y se defiende con gestos y ademanes de desesperación.
-¡Bueno, bueno, me callo! -le dice su mujer-. Pero debes estar preparado...
Y piensa, cerrando los ojos: «Si efectivamente me muriera...»
El cuadro de su propia muerte se le representa con todo lujo de detalles. En torno del lecho mortuorio lloran Vasia, su madre, su prima Varia y su marido, sus amigos, su adoradores. Está pálida y bella. La amortajan con un vestido color de rosa, que le sienta a las mil maravillas, y la colocan sobre un verdadero tapiz de flores, en un ataúd magnífico, con aplicaciones doradas. Huele a incienso; arden las velas funerarias. Su marido la mira a través de las lágrimas. Sus adoradores la contemplan con admiración. «Se diría -murmuran- que está viva. ¡Hasta en el ataúd está bella!» Toda la ciudad se conduele de su fin prematuro... El ataúd es transportado a la iglesia por sus adoradores, entre los que va el estudiante de ojos negros que le aconsejó que bebiese la limonada con coñac... Es lástima que no acompañe a la procesión fúnebre una banda de música... Después de la misa, todos rodean el ataúd y se oyen los adioses supremos. Llantos, sollozos, escenas dramáticas... Luego, el cementerio. Cierran el ataúd...
Lisa se estremece y abre los ojos.
-¿Estás ahí, Vasia? -pregunta-. ¡No hago más que pensar cosas tristes, no puedo dormir!... ¡Ten piedad de mí, Vasia, y cuéntame algo interesante!
-¿Qué quieres que te cuente, querida?
-Una historia de amor -contesta con voz moribunda la enferma-, una anécdota....
Vasili Stepanovich hasta bailaría de coronilla con tal de ahuyentar los pensamientos tristes de su mujer.
-Bueno; voy a imitar a un relojero judío.
El amante esposo pone una cara muy graciosa de judío viejo, y se acerca a la enferma.
-¿Necesita usted, por casualidad, componer su reloj, hermosa señora? -pregunta con una pronunciación cómicamente hebrea.
-¡Sí, sí! -contesta Lisa, riendo y alargándole a su marido su relojito de oro, que ha dejado, como de costumbre, en la mesa de noche-. ¡Compóngalo, compóngalo!
Vasili Stepanovich coge el reloj, le abre, le examina detenidamente, encorvado y haciendo muecas, y dice:
-No tiene compostura; la máquina está hecha una lástima.
Lisa se ríe a carcajadas y aplaude.
-¡Muy bien! ¡Magnífico! -exclama-. ¡Eres un excelente artista! Haces mal en no tomar parte en nuestras funciones de aficionados. Tienes talento. Más que Sisunov. Sisunov es un joven con una vis cónica admirable. Sólo el verle la cara es morirse de risa. Figúrate una nariz apatatada, roja como una zanahoria, unos ojillos verdes... Pues ¿y el modo de andar?... Anda de un modo graciosísimo, igual que una cigüeña. Así, mira...
La enferma salta de la cama y empieza a andar descalza a través de la habitación.
-¡Salud, señoras y señores! -dice con voz de bajo, remedando al señor Sisunov-. ¿Qué hay de bueno por el mundo?
Su propia toninada la hace reír.
-¡Ja, ja, ja!
-¡Ja, ja, ja! -ríe su marido.
Y ambos, olvidada la enfermedad de ella, se ponen a jugar, a hacer niñerías, a perseguirse. El marido logra sujetar a la mujer por los encajes de la camisa y la cubre de ardientes besos.
De pronto ella se acuerda de que está gravemente enferma.
Se vuelve a acostar, la sonrisa huye de su rostro...
-¡Es imperdonable! -se lamenta-. ¡No consideras que estoy enferma!
-¿Me perdonas?
-Si me pongo peor, tú tendrás la culpa. ¡Qué malo eres!
Lisa cierra los ojos y enmudece. Se pinta de nuevo en su faz el sufrimiento. Se escapan de su pecho dolorosos gemidos. Vasia se cambia la compresa y se sienta a su cabecera, de donde no se mueve en toda la noche.
A las diez de la mañana vuelve el doctor.
-Bueno; ¿cómo van esas fuerzas? -le pregunta a la enferma, tomándole el pulso-. ¿Ha dormido usted?
-¡Se siente mal, muy mal! -susurra el marido.
Ella abre los ojos y dice con voz débil:
-Doctor, ¿podría tomar un poco de café?
-No hay inconveniente.
-¿Y me permite usted levantarme?
-Sí; pero sería mejor que guardase usted cama hoy.
-Los malditos nervios... -susurra el marido en un aparte con el médico-. La atormentan pensamientos tristes... Estoy con el alma en un hilo.
El doctor se sienta ante una mesa, se frota la frente y le receta a Lisa bromuro. Luego se despide hasta la noche.
Al mediodía se presentan los adoradores de la enferma, con cara de angustia todos ellos. Le traen flores y novelas francesas. Lisa, interesantísima con su peinador blanco y su gorro de encaje, les dirige una mirada lánguida en que se lee su escepticismo respecto a una curación próxima. La mayoría de sus adoradores no han visto nunca a su marido, a quien tratan con cierta indulgencia. Soportan su presencia armados de cristiana resignación: su común desventura les ha reunido con él junto a la cabecera de la enferma adorable.
A las seis de la tarde, Lisa torna a dormirse para no despertar hasta las dos de la mañana. Vasia, como la noche anterior, vela junto a su cabecera, le cambia la compresa, le cuenta anécdotas regocijadas.
-Pero ¿adónde vas, querida? -le pregunta Vasia, a la mañana siguiente, a su mujer, que está poniéndose el sombrero ante el espejo-. ¿Adónde vas?
Y le dirige miradas suplicantes.
-¿Cómo que adónde voy? -contesta ella, asombrada-. ¿No te he dicho que hoy se repite la función de teatro en casa de María Lvovna?
Un cuarto de hora después toma el tole.
El marido suspira, coge la cartera y se va a la oficina. Las dos noches de vigilia le han producido un fuerte dolor de cabeza y un gran desmadejamiento.
-¿Qué le pasa a usted? -le pregunta su jefe.
Vasia hace un gesto de desesperación y ocupa su sitio habitual.
-¡Si supiera vuestra excelencia -contesta- lo que he sufrido estos dos días!... ¡Mi Lisa está enferma!
-¡Dios mío! -exclama el jefe-. ¿Lisaveta Pavlovna? ¿Y qué tiene?
El otro alza los ojos y las manos al cielo, como diciendo:
-¡Dios lo quiere!
-¿Es grave, pues, la cosa?
-¡Creo que sí!
-¡Amigo mío, yo sé lo que es eso! -suspira el alto funcionario, cerrando los ojos-. He perdido a mi esposa... ¡Es una pérdida terrible!... Pero estará mejor la señora, ¿verdad? ¿Qué médico la asiste?
-Von Sterk.
-¿Von Sterk? Yo que usted, amigo mío, llamaría a Magnus o a Semandritsky... Está usted muy pálido. Se diría que está usted enfermo también...
-Sí, excelencia... Llevo dos noches sin dormir, y he sufrido tanto...
-Pero ¿para qué ha venido usted? ¡Váyase a casa y cuídese! No hay que olvidar el proverbio latino: Mens sana in corpore sano...
Vasia se deja convencer, coge la cartera, despide del jefe y se va a su casa a dormir.

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