Encuentro Literario Virtual
  Burroughs
 
Edgar Rice Burroughs
Perdidos en Venus

Introducción





Cuando Carson Napier salió de mi oficina para tomar un avión que lo llevase a la isla de Guadalupe, y luego partir con destino a Marte en la gigantesca nave espacial que había construido con tal objeto, yo estaba seguro de que nunca más lo volvería a ver. No dudaba de que sus grandemente desarrolladas facultades mentales, medio por el cual confiaba ponerse en contacto conmigo, me permitirían recibir una representación mental de su imagen y comunicarme con el; pero yo no esperaba recibir ningún mensaje después de que él hubiese hecho el primer disparo para poner en movimiento el cohete. Yo suponía que Carson Napier moriría pocos segundos después del comienzo de su insensato plan.
Pero lo que yo temía no llegó a realizarse. Durante todo el mes que duró su temerario viaje por el espacio estuve en comunicación con él; temblé cuando la atracción de la Luna desvió de su curso al gran cohete y lo envió en dirección al Sol; contuve el aliento cuando fue atrapado por la fuerza de gravedad de Venus, y me emocioné con sus primeras aventuras en ese misterioso planeta rodeado de nubes al que los seres humanos que lo habitan le han dado el nombre de Amtor.
Me tuvo en suspenso su irrealizable amor por Duare, la hija de un rey, la captura de la pareja realizada por los crueles thorianos y el abnegado rescate que Napier llevó a cabo para salvar a la joven.
Vi que en el preciso momento en que Carson Napier era atacado y hecho prisionero por una numerosa banda de thorianos, la extraña y aterradora ave-hombre volase llevando a Duare hasta el barco que la conduciría de regreso a su patria.
Vi que..., pero ahora será mejor que deje que Carson Napier les cuente sus aventuras con sus propias palabras mientras yo vuelvo a adoptar el papel impersonal de escribiente.

               Edgar Rice Burroughs   ...

 Edgar Rice Burroughs (Chicago; 1 de septiembre de 1875 - Encino, California; 19 de marzo de 1950) fue un escritor de género fantástico célebre por sus series de historias de Barsoom (ambientadas en Marte), de Pellucidar (que tienen lugar en el centro de la Tierra) y, en especial, por la creación del mundialmente famoso personaje de Tarzán.

Asistió a la Harvard School de Chicago donde entró en contacto con el mundo clásico de Grecia y Roma. Tras su paso por la escuela se fue a vivir al rancho ganadero de su hermano donde trabajó dos años de vaquero. Después ingresó en la Philips Academy de donde lo expulsarían por perezoso. Tras un período de entrenamiento en la Academia Militar de Michigan, entró a formar parte del Séptimo de Caballería de los EE.UU y llegó a luchar contra los apaches en Arizona pero pronto lo licenciaron al descubrir su minoría de edad, lo que le llevó a volver a Chicago y dedicarse a una serie de trabajos diversos no muy bien pagados tanto allí como en Idaho.

En 1912, a los 36 años de edad y bajo el pseudónimo de Normal Bean que apareció impreso como Norman Bean, publicó su primer relato, Bajo las lunas de Marte en la revista All-Story Weekly, obra que le reportó 400 dólares. En octubre de ese mismo año, esta vez con su nombre real, publicó Tarzán de los monos que en 1914 aparecería en formato de libro.

Durante la Segunda Guerra Mundial se hizo corresponsal de guerra para Los Angeles Times y cubrió, con 66 años de edad, el conflicto en el área del Pacífico sur.

 

I

LAS SIETE PUERTAS



A la cabeza del grupo de hombres que me había apresado se encontraban el ongyan Moosko y Vilor, el espía thoriano, quienes habían planeado y llevado a cabo el rapto de Duare a bordo del Sofal.
Los angan, esos extraños seres alados de Venus, los habían llevado a la costa. (Para hacer más comprensible el relato dejaré de usar "kl" y "kloo", los prefijos amtorianos, y, a la manera acostumbrada en la Tierra, le agregaré unas "s" a los nombres para formar su plural.) La pareja había abandonado a Duare a su suerte cuando el grupo fue atacado por los salvajes, de quienes afortunadamente logré salvarla con la ayuda del angan que tan heroicamente la había defendido.

Pero a pesar de que Moosko y Vilor habían abandonado a la joven a sufrir una muerte casi segura, se encontraban furiosos contra mí por haber hecho que el último de los angans la llevase nuevamente a bordo del Sofal. Y al tenerme en su poder, después de que alguien me había desarmado, se envalentonaron y me atacaron con violencia.
Creo que me hubiesen matado en el acto de no haber sido porque a otro integrante del grupo que me había capturado se le ocurrió una idea mejor.

Vilor, que había permanecido sin ninguna arma en la mano, le arrebató su espada a uno de sus compañeros y se plantó ante mí con la evidente intención de hacerme pedazos, pero en ese momento intervino el thorano.
—¡Espera! —le gritó—. ¿Qué es lo que ha hecho este hombre para que se le mate rápidamente y sin que sufra?

—¿Qué quieres decir?—le preguntó Vilor, bajando su espada.
La región en que nos encontrábamos era casi tan desconocida para Vilor como lo era para mí, pues Vilor había vivido en la distante Thora mientras que los hombres que lo habían ayudado a capturarnos eran nativos de aquellas tierras de Noobol. Los seguidores de Thor los habían convencido para que se unieran a ellos en su vano intento de fomentar la discordia y derrocar a los gobiernos establecidos para reemplazarlos por representantes de su oligarquía. Vilor titubeó durante un momento, pero el hombre le explicó:

—Las maneras en que acabamos con los enemigos en Kapdor son mucho más interesantes que clavándoles una espada.
—Explícate—le ordenó el ongyan Moosko—. Para este hombre sería piadoso que muriera instantáneamente. Era un prisionero a bordo del Sofal junto con otros vepajanos, y encabezó un motín en el que fueron asesinados todos los oficiales del barco; luego capturó al Sovong, liberó a los prisioneros que llevaba esa nave, la saqueó, arrojó al mar sus grandes cañones y partió en el Sofal para realizar actos de piratería. Atacó al Yan, un barco mercante en el que viajaba yo, un ongyan, como pasajero. Sin importarle mi autoridad abrieron fuego contra el Yan y lo abordaron. Me trató con la mayor insolencia, me amenazó de muerte y me hizo prisionero. Por todo eso merece la muerte, y si ustedes tienen una manera de ejecutarlo adecuada a sus crímenes, los gobernantes de Thora les recompensarán dadivosamente.

—Lo llevaremos a Kapdor —dijo el hombre—. Allí tenemos un cuarto de siete puertas, y te aseguro que si es un individuo inteligente su agonía será mucho mayor encerrado en esa cámara circular que la que pudiera sufrir por el filo de una espada.
—¡Bien! —exclamó Vilor devolviéndole el arma a su dueño. Este hombre merece lo peor.

Me condujeron por la playa, en dirección al punto en que habían aparecido, y, durante la marcha, debido a la conversación, me enteré del desafortunado incidente al cual podía atribuirle la desdichada coincidencia de que me hubiesen atacado en el preciso momento en que era posible que Duare y yo pudiéramos regresar fácilmente al Vepaja y reunirnos con nuestros amigos.
Aquella partida de hombres de Kapdor estaba buscando a un prisionero que se había escapado cuando les llamó atención la pelea sostenida por los salvajes y los a que defendían a Duare, de la misma manera en que había sido atraido hacia aquel lugar cuando buscaba a la bella hija de Mintep, el jong de Vepaja.

Al acercarse a investigar se encontraron con Mintep y con Vilor, que huian del campo de batalla, y entre éstos se unieron a ellos y emprendieron el regreso al lugar del combate en el momento en que Duare, el angan que había sobrevivido, y yo habíamos divisado frente a la Sofal y planeábamos enviarle señales a la nave.
Como el hombre ave sólo podía transportar a uno nosotros en cada vuelo, yo le había ordenado, aun en contra de su voluntad, que llevase a Duare al barco. Ella se negaba dejarme, y el angan temía regresar al Sofal donde había prestado ayuda para que se realizase el rapto de la princesa, pero yo, al fin, en el preciso momento en que la partida de enemigos estaba a punto de atacarnos, logré que se sujetase a Duare y volase con ella.

Soplaba una fuerte tormenta, y yo temía que no pudiese llegar hasta el Sofal volando contra el viento, pero sabía que para Duare seria menos espantoso perecer ahogada en aquellas embravecidas aguas que caer en manos de los partidarios de Thor, y especialmente en mar Moosko.
Mis apresadores, durante unos breves minutos, permanecieron mirando que el hombre ave se alejase con su carga desafiando la tormenta. Luego, cuando emprendieron la marcha hacia Kapdor, Moosko les había indicado que era dudoso que Kamlot, quien se encontraba al mando del Sofal, enviase a tierra a una partida de hombres después de que Duare le hubiese informado de mi captura. Y así, al avanzar y quedar tras de nosotros los rocosos montículos de la costa, Duare y el angan se perdieron de vista, y yo sentí que estaba condenado a vivir las breves horas de vida que me quedaban sin llegar a saber la suerte que había corrido la maravillosa joven venusina que el destino había deparado que fuese mi primer amor.

El haberme enamorado de esa joven en la tierra de Vepaja, donde había tantas mujeres hermosas, resultaba una tragedia. Ella era la hija de un jong, o rey, y se le consideraba sagrada.
Durante los dieciocho años que tenia de vida sólo se le había permitido ver y hablar con los hombres que eran miembros de la familia real o con unos cuantos servidores de confianza, hasta que entré a su jardín y le dediqué mis atenciones, que fueron muy mal recibidas. Y luego, poco después, le había ocurrido algo terrible. La había raptado un grupo de thoranos, miembros del mismo partido que me habían capturado junto con Kamlot.

Duare se había sorprendido y aterrorizado cuando le declaré mi amor, pero no me había denunciado. Hasta el último momento, cuando nos encontrábamos en lo alto de los rocosos peñascos que se elevaban a orillas del mar de Venus, parecía despreciarme. Yo le ordené al angan que la llevase a bordo del Sofal, y entonces fue cuando ella extendió las manos implorante, y me gritó:
—¡No me alejes de ti, Carson! ¡No me alejes! ¡Te amo ! ¡Te amo!

Aquellas palabras, aquellas increíbles palabras todavía sonaban en mis oídos y me llenaban de gozo aun ante la inminencia de la muerte desconocida que me esperaba en la cámara de las siete puertas.
Los hombres de Kapdor que me escoltaban se hallaban muy intrigados por mis rubios cabellos y mis ojos azules, pues todos los venusinos desconocían esas características raciales. Le preguntaron a Vilor respecto a mi procedencia, pero éste insistió en que yo era vepajano, y como los vepajanos son enemigos mortales de los thoranos, su afirmación me condenaba con toda seguridad a la muerte aun cuando no hubiese sido culpable de las ofensas de las que me acusaba Moosko.

—Dice que llegó de otro mundo que se halla muy distante de Amtor; pero lo capturaron en Vepaja junto con otros vepajanos, y Duare, la hija de Mintep, el jong de Vepaja, lo conocía.
—¿Qué otro mundo puede haber aparte de Amtor?—rezongó uno de los soldados.

—Ninguno. ¡Claro!—aseguro otro soldado—. Más allá de Amtor sólo hay rocas ardientes y fuego.
La teoría cósmica de los amtorianos es tan nebulosa como su mundo rodeado por dos grandes nubes. La lava que brota de sus volcanes les ha sugerido la existencia de un mar de rocas derretidas sobre el cual flota Amtor como si fuera un gran disco. Y cuando ocasionalmente se rasgan las nubes y pueden ver el brillante sol y sentir su fuerte calor, eso les hace pensar que en las alturas sólo hay fuego; y cuando las nubes se rasgan por las noches los amtorianos creen que las miríadas de estrellas que ven son chispas del eterno y ardiente horno que funde el mar de metales que se encuentra debajo de su mundo.

Yo me hallaba exhausto debido a todo lo que me había acontecido desde la noche anterior en que se desencadenó el huracán y el fuerte bamboleo del barco me despertó. Al caer al mar arrastrado por una enorme ola tuve que luchar denodadamente contra la furia de las aguas, lucha que hubiese agotado a cualquier otro hombre que no tuviera tanta fuerza como yo; y luego, después de llegar a la playa, tuve que caminar mucho en busca de Duare y de sus raptores, y después hacerle frente a los salvajes nobargans, los hombres bestias que habían atacado a los secuestradores de Duare.
Ya me encontraba a punto de caer rendido cuando, al llegar a lo alto de una loma, apareció ante nuestros ojos una ciudad amurallada que se extendía cerca del mar y a la entrada de un pequeño valle. Supuse que se trataba de la ciudad de Kapdor, y, aunque sabia que allí me esperaba la muerte, no pude menos que alegrarme al verla, pues me imaginé que tras aquellas murallas habría algo de comer y beber.

Las rejas de la entrada de la ciudad estaban muy bien vigiladas, lo que hacia suponer que Kapdor tenia muchos enemigos. Todos los ciudadanos estaban armados con espadas, dagas o pistolas, estas últimas eran muy parecidas a las que yo había conocido en casa de Duran, el padre de Eamlot, en la ciudad arbórea de Koad, que es la capital de Vepaja, el reino de Mintep, que comprende toda una isla.
Estas armas despiden rayos letales R, que destruyen los tejidos de hombres y animales, y son mucho más mortales que las 45 automáticas conocidas en la Tierra, pues despiden una descarga continua de rayos destructivos mientras no se deje de oprimir con el dedo el mecanismo que genera los rayos.
Había mucha gente en las calles de Kapdor, pero todos tenían un aspecto tan torpe y cansado que ni siquiera ante la magnifica presencia de un prisionero de blondos cabellos y ojos azules mostraban el menor interés. Toda aquella gente me pareció como si fueran bestias de carga que realizaban sus tareas sin el menor estimulo proporcionado por la imaginación o la esperanza. Esos eran los que estaban armados con dagas, y había otra clase que supuse que era la casta militar, cuyos representantes portaban espadas y pistolas. Éstos me dieron la impresión de estar más alerta y animosos, pues evidentemente eran mas favorecidos por el régimen social existente, pero no parecía que fuesen más inteligentes que los demás.

Los edificios, en su mayoría, eran humildes cabañas o cobertizos de un solo piso, pero había otros de mayores pretensiones que contaban con dos y hasta tres pisos. Una gran parte de aquellas construcciones era de madera, pues las selvas abundan en aquella región de Amtor, aunque no vi ningún árbol tan grande como los que crecen en la isla de Vepaja y que conocí a mi llegada a Venus.
A lo largo de las calles por las que me llevaban había cierto número de edificios de piedra, pero todos eran cuadrados, sin ningún atractivo en su estructura y sin el menor rastro artístico o de genio imaginativo.

Mis apresadores me condujeron hasta una plaza que se hallaba rodeada de edificios mayores que los que hasta entonces había yo visto. Pero también en aquel lugar era evidente la suciedad y eran manifiestas las pruebas de ineficacia e incompetencia.
Entramos a un edificio cuya entrada se hallaba guardada por soldados. Viior, Moosko y el jefe de la partida de hombres que me capturaron me condujeron hasta un cuarto en donde, en una silla, un hombre gordo dormía con los pies sobre una mesa que, sin lugar a dudas, le servía tanto como escritorio como para mesa de comer, pues sobre ella había papeles en desorden y restos de una comida.

El hombre despertó cuando entramos, abrió los ojos y nos miró parpadeando repetidas veces.
—¡Salud, amigo Sov!—exclamó el oficial que me acompañaba.
—¡Ah! ¿Eres tú, amigo Hokal?—masculló Sov, soñoliento—. ¿Quiénes son esos hombres?
—El ongyan Moosko, de Thora; Vilor, otro amigo, y un prisionero vepajano que capturé.
Sov se puso en pie al oír que el oficial mencionase el título de Moosko, pues un ongyan es un personaje de la oligarquía y un gran hombre.

—¡Salud, ongyan Moosko! —exclamó con voz estentórea—. ¡Conque nos trae a un vepajano! Por casualidad, ¿no es médico?
—Ni lo sé ni me importa—le respondió ásperamente Moosko—. Es un asesino y un canalla, y sea médico o no, tiene que morir.
—Pero necesitamos médicos—insistió Sov—, estamos muriendo debido a las enfermedades que nos aquejan y a la vejez. Moriremos todos si no nos atiende pronto un médico.
—Ya oíste lo que te dije, ¿no, amigo Sov?—le respondió Moosko.
—Si, ongyan—replicó medrosamente el oficial—; morirá. ¿Quiere que acabemos con él inmediatamente?
—El amigo Hokal me dijo que ustedes dan muerte a sus enemigos de manera lenta y mucho mas placentera que atravesándolos con la hoja de una espada. Cuéntame cómo es eso.
—Me refería a la cámara de las siete puertas—explicó Hokal—. Los delitos de este hombre son graves: apreso al ongyan y lo amenazó con quitarle la vida.
—No tenemos una muerte adecuada a semejante crimen —gritó horrorizado Sov—, pero la cámara de las siete puertas, que es lo mejor que tenemos para ofrecerle, estará lista dentro de unos momentos.
—¡Descríbemela! ¡Descríbemela!—le urgió Moosko—. ¿Cómo es? ¿Qué le pasará a este canalla? ¿Cómo morirá?
—No podemos explicarle eso en presencia del prisionero —le respondió Hokal—, si es que quiere gozar plenamente de la tortura que el sentenciado sufrirá en la cámara de las siete puertas.
—Bien, entonces que lo encierren. ¡Que lo encierren! —ordenó Moosko—. ¡Que lo lleven a una celda!

Sov llamó a dos soldados y éstos me condujeron a un cuarto posterior en el que me empujaron en un sótano obscuro y sin ventanas. Cerraron con violencia la trampa y me dejaron solo con mis sombríos pensamientos.
La cámara de las siete puertas. El nombre me fascinaba. Me preguntaba que seria lo que me esperaba allí y cuál seria la entraña manera en que recibiría una horrible muerte. Tal vez no fuese tan terrible, después de todo; tal vez sólo trataban de sugestionarme para hacer más terrible mi fin.

¡Así que aquel iba a ser el término de mi loco intento de llegar a Marte! Iba a morir solo en aquella distante avanzada de los thoranos, en la tierra de Noobol, la que sólo significaba un nombre para mi. Y había tanto que ver en Venus, y había yo visto tan poco.
Recordé todo lo que Danus me había dicho, todo lo referente a Venus y que había estimulado tanto mi imaginación. Sus relatos acerca de Rarbol, la región de los hielos, en la que vivían entrañas bestias salvajes y hombres todavía más extraños y salvajes; y Trabol, la región tórrida, en la que se hallaba la isla de Vepaja, hacia la que la suerte había guiado el cohete en que yo viajaba con destino a Marte. La zona que más me interesaba era la de Strabol, la región caliente, pues estaba seguro de que aquella zona correspondía a las zonas ecuatoriales del planeta y que más allá de ella se extendia una vasta región inexplorada de la que los habitantes del hemisferio meridional, la región templada, ni siquiera suponian su existencia.
Una de mis esperanzas cuando me apoderé del Sofal y me convertí en capitán pirata, era la de encontrar un paso por el mar al norte de esta terra incognita. ¡Qué extrañas razas y qué nuevas civilizaciones podría encontrar allí! Pero ahora había llegado al final, no sólo de mis esperanzas, sino también de mi vida.

Decidí dejar de pensar en todo aquello. No seria difícil que yo comenzara a compadecerme si continuaba con semejantes pensamientos. y eso no tenia ningún objeto práctico. Sólo conseguiría desalentarme.
Guardaba bastantes recuerdos agradables y traté de rememorarlos para ayudarme. Los días felices que había pasado en la India antes de que mi padre muriese eran gratos de recordar. Pensé en el viejo Chand Kabi, mi tutor. y en todo lo que me había enseñado y que no se hallaba en los libros de la escuela, en su satisfactoria filosofía que seria conveniente llamar en mi ayuda en aquellos momentos finales de mi vida. Chand Kabi me enseñó a usar la mente en toda su capacidad y a proyectarla a través del espacio ilimitado hasta alcanzar otra mente entonada para recibir su mensaje, poder sin el cual los frutos de mi extraña aventura perecerían conmigo en la cámara de las siete puertas.

También tenia otros recuerdos agradables para alejar la niebla de tristeza que envolvia mi futuro inmediato; eran recuerdos de los buenos y leales amigos que yo había tenido durante mi breve estancia en aquel distante planeta: Kamlot, mi mejor amigo en Venus, y aquellos "tres mosqueteros" del Sofal: Gamfor, el granjero; Kiron, el soldado, y Zog, el esclavo. ¡No cabía duda de que habían sido buenos amigos!
Y luego, el recuerdo de Duare, el más grato de todos. Me parecía que valía la pena haber corrido todos aquellos riesgos y peligros por ella. Sus últimas palabras me compensaban hasta por la muerte. Me había dicho que me amaba, ella, la incomparable, la inalcanzable, ella, la esperanza de un mundo, la hija de un rey. Casi no podía creer lo que había oído, pues con anterioridad, siempre me había rechazado y había tratado de demostrarme que no sólo no compartía mis sentimientos sino que me aborrecía. Las mujeres son extrañas.
No sé cuánto tiempo permanecí en aquel sótano obscuro. Tal vez pasaron varias horas antes de que yo oyera pasos en el piso del cuarto de arriba y de que la trampa se abriera y me ordenasen salir.

Varios soldados me escoltaron hasta la inmunda oficina de Sov, en la que éste se hallaba en gran conversación con Moosko, Vilor y Hokal. Un jarro y vasos que despedían un fuerte olor a licor, eran prueba de la forma en que habían animado su reunión.
—Llévenlo a la cámara de las siete puertas—ordenó Sov a los soldados que me custodiaban.
Salimos del edificio y, escoltado, avancé por la plaza seguido por los cuatro hombres que me habían condenado a muerte. A corta distancia de la oficina de Sov los soldados dieron vuelta y continuamos por un estrecho y sinuoso callejón; poco después llegamos hasta un gran espacio abierto en cuyo centro se elevaban varios edificios, uno de los cuales, una torre circular rodeada por una alta muralla de piedra, sobresalía de entre los demás.

Pasamos por una pequeña reja y entramos a un pasaje cerrado, un sombrío túnel en cuyo final había una fuerte puerta que abrió uno de los soldados con una gran llave que Hokal le entregó. Los soldados se apartaron y yo entré en el cuarto seguido por Sov, Moosko, Vilor y Hokal.
Me encontré en una cámara circular en cuyas paredes había siete puertas idénticas distribuidas a intervalos regulares alrededor de la circunferencia, en tal forma que no había manera de diferenciar una puerta de otra.
En el centro de la cámara se hallaba una mesa circular en la que había siete vasijas que contenían siete variedades diversas de comida, y siete copas que contenían distintos líquidos. Colgando a cierta distancia del centro de la mesa había una soga con un nudo en el extremo inferior. El extremo superior de la soga se perdía entre las sombras del alto techo, pues la cámara estaba alumbrada muy débilmente.

Como yo me encontraba sediento y medio muerto de hambre, al ver aquella mesa servida se me hizo agua la boca y comprendí que si bien estaba próximo a morir, a pesar de todo, no moriría hambriento. Los thoranos podían ser crueles y desalmados en cierta forma, pero no había duda de que aún conservaban cierta benevolencia, pues, de no ser así, no le hubiesen preparado una comida tan abundante a un condenado a muerte.
—¡Escucha!—gritó Sov dirigiéndose a mi—. Oye bien lo que te voy a decir.
Moosko se hallaba inspeccionando la cámara y una sonrisa malévola se dibujaba en sus labios.
—Ahora te dejaremos solo aquí—continuó Sov—, si puedes escapar de este edificio te perdonaremos la vida. Como puedes ver, hay siete puertas para salir de esta cámara y ninguna tiene cerrojos. Cada una de ellas da acceso a un corredor idéntico al que nos permitió llegar hasta aquí. Quedas en libertad de abrir cualquiera de esas puertas y entrar a los corredores. Después de que pases por la puerta que escojas ésta se cerrará, movida por un resorte, y no podrás abrirla por el lado opuesto, pues fueron construidas de tal modo que no hay manera de abrirlas desde el exterior, con excepción de la puerta por la que entramos, que fue abierta por el mecanismo secreto que la mueve. Sólo esa puerta conduce a la vida; todas las demás, a la muerte. En el corredor a que da acceso la puerta siguiente hay un resorte en el suelo que, al pisarlo, hará que salten sobre ti enormes púas que te matarán. En el tercer corredor un resorte similar al anterior dejará en libertad un gas que te hará prender fuego y te consumirá. En el que le sigue, los rayos R acabarán contigo instantáneamente. En el quinto se abrirá otra puerta en el extremo del corredor y saldrá un tarbán.

—¿Qué es un tarbán?—le pregunté.
Sov me miró asombrado, y rezongó:
—Tú lo sabes tan bien como yo.
—Ya te dije que soy de otro mundo —le respondí—. No sé qué quiere decir esa palabra.
—Se lo podemos decir—indicó Vilor—, pues si por casualidad no lo sabe. se perdería parte del horror de la cámara de las siete puertas.
—Si, estoy de acuerdo con eso—intervino Moosko—. Explícale lo que es un tarbán, amigo Sov.
—Es una bestia terrible—me explicó Sov—, una bestia enorme y terrible. Su cuerpo es de color rojizo con rayas blancas a lo largo y está cubierto de gruesos pelos que parecen púas, y el color de su vientre es azulado. Posee grandes mandíbulas y tremendas garras, y sólo se alimenta de carne humana.

En ese momento se oyó un rugido espantoso que hizo retemblar el edificio.
—Ese es el tarbán —me dijo Hokal sonriendo cruelmente—. No ha comido hace tres días, y no sólo está hambriento sino que está furioso.
—¿Y qué hay detrás de la sexta puerta?—le pregunté.
—En el corredor que hay tras ella te bañará un ácido corrosivo que te quemará los ojos y que consumirá tu carne lentamente; pero no morirás en seguida. Tendrás tiempo suficiente para arrepentirte de los delitos por los que te encuentras en esta cámara de las siete puertas. Yo creo que la sexta puerta es la más terrible de todas.

—Para mi la séptima es peor—intervino Hokal.
—Tal vez —admitió Sov—. En la séptima puerta la muerte tarda más en llegar y la agonía es más prolongada. Cuando se pisa el resorte que se halla oculto en el suelo del corredor que se halla tras la séptima puerta, las paredes comienzan a moverse avanzando lentamente hacia la víctima. Su movimiento es tan lento que casi es imperceptible, pero llega el momento en que llegan hasta ella y la trituran.
—¿Y para qué sirve el lazo que cuelga sobre la mesa? —le pregunté.
—Durante la agonía producida por la indecisión de no saber qué puerta abrir —me explicó Sov— te sentirás tentado a destruirte y..., para eso está allí el lazo. Pero expresamente cuelga a tal distancia de la mesa que no lo podrás utilizar para quebrarte el cuello y morir rápidamente; lo único que puedes hacer es estrangularte con él.

—Creo que se han tomado demasiadas molestias para acabar con sus enemigos—les indiqué.
—En un principio la cámara de las siete puertas no servia para matar a nadie—me explicó Sov—; se usaba para hacer que nuestros enemigos cambiasen de ideas y se aliasen a nosotros, y resultó muy eficaz.
—Ya me lo imagino—le repliqué—. Y ahora que ya me han explicado todo, ¿me permitirían que antes de morir satisfaga el hambre que tengo?
—Todo lo que está en esta cámara es tuyo y puedes hacer con ello lo que quieras. Pero antes de que comas te haré saber que sólo una de esas siete variedades de comida que están sobre la mesa no está envenenada. Y antes de que satisfagas tu sed, creo que te interesará saber que sólo una de esas siete deliciosas bebidas que se hallan en esas vasijas no está envenenada. Ahora, asesino, te abandonaremos. Mira bien a seres humanos por última vez en tu vida.
—Si la vida me deparara solamente la oportunidad de verlos a ustedes, entonces moriría con gusto.
Uno a uno salieron de la cámara por la puerta que conducía a la vida. Me quedé mirando atentamente la puerta para no desconocerla después, y luego, las tenues luces se apagaron.

Crucé la cámara rápidamente en dirección al lugar exacto hacia donde sabia que debía estar la puerta, pues me había quedado mirándola de frente. Sonreí al pensar que se imaginaron que me desorientaría inmediatamente tan sólo con que se apagase la luz. Si no habían mentido saldría de aquella cámara casi tan pronto como ellos, para reclamar la libertad que me habían prometido.
Me aproximé a la puerta con las manos extendidas. Me sentía sumamente mareado. Me resultaba difícil mantener el equilibrio. Mis dedos se pusieron en contacto con una superficie lisa que se movía; era la pared que giraba hacia la izquierda. El tacto me hizo sentir que una puerta pasaba, y luego otra, y otra. Entonces comprendí la verdad: el piso sobre el que me hallaba parado era el que giraba. Ya no sabia cuál era la puerta que me conduciría a la vida.

Continuará...

 
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