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Poemas pertenecientes a Desolación
de Gabriela Mistral
La mujer estéril
La mujer que no mece un hijo en el regazo,
cuyo calor y aroma alcance a sus entrañas,
tiene una laxitud de mundo entre los brazos,
todo su corazón congoja inmensa baña.
El lirio le recuerda unas sienes de infante;
el Angelus le pide otra boca cosa ruego;
e interroga la fuente de seno de diamante
por qué su labio quiebra el cristal en sosiego.
Y al contemplar sus ojos se acuerda de la azada;
piensa que en los de un hijo no mirará extasiada,
cuando los suyos vacíen, los follajes de Octubre.
Con doble temblor oye el viento en los cipreses.
¡Y una mendiga grávida, cuyo seno florece
cual la parva de Enero, de vergüenza la cubre!
Viernes Santo
El sol de Abril aun es ardiente y bueno
y el surco, de la espera, resplandece;
pero hoy no llenes l'ansia de su seno,
porque Jesús padece.
No remuevas la tierra. Deja, mansa
la mano y el arado; echa las mieses
cuando ya nos devuelvan la esperanza,
que aun Jesús padece.
Ya sudó sangre bajo los olivos,
y oyó al que amó que lo negó tres veces.
Mas, rebelde de amor, tiene aún latidos,
¡aun padece!
Porque tú, labrador, siembras odiando
y yo tengo rencor cuando anochece,
y un niño hoy va como un hombre llorando,
Jesús padece.
Está sobre el madero todavía
y sed tremenda el labio le estremece.
¡Odio mi pan, mi estrofa y mi alegría,
porque Jesús padece!
Prólogo de la edición chilena
Al pueblo de México
La veréis llegar y despertará en vosotros las oscuras nostalgias que hacen nacer las naves desconocidas al arribar a puerto; cuando pliegan las velas y, entre el susurro de las espumas, siguen avanzando como en un encantamiento lleno de majestad y ensueño.
Llegará recogido el cabello, lento el paso, el andar meciéndose en un dulce y grave ritmo.
Es una de esas naves, perladas de rocío, que vienen de las profundidades de la noche y emergen con el alba trayendo, al puerto que duerme, la luz del nuevo día.
Cuencos llenos de agua que la noche roba a las estrellas, claros, azules, verdes y grises, sus ojos brillan con el suave fulgor de un constante amanecer.
Tiene la boca rasgada por el dolor, y los extremos de sus labios caen vencidos como las alas de un ave cuando el ímpetu del vuelo las desmaya.
La dulzura de su voz a nadie le es desconocida, en alguna parte créese haberla escuchado, pues, como a una amiga, al oírla se le sonríe.
Último eco de María de Nazareth, eco nacido en nuestras altas montañas, a ella también la invade el divino estupor de saberse la elegida; y sin que mano de hombre jamás la mancillara, es virgen y madre; ojos mortales nunca vieron a su hijo; pero todos hemos oído las canciones con que le arrulla.
¡La reconoceréis por la nobleza que despierta!
De todo su ser fluye una dulce y grata unción ¡oh! suave lluvia invisible, por donde pasas ablandas los duros terrones y haces germinar las semillas ocultas que aguardan.
No hagáis ruido en torno de ella, porque anda en batalla de sencillez.
Feliz aquél que calla o niega triste por amor a las palabras justas, si algún día encuentra que para lograrlas, como yo ahora, debe emplear las cálidas voces del olvidado regocijo y de la perdida admiración.
Los taciturnos montañeses de mi país no la comprenden, pero la veneran y la siguen ¡oh! ingenua y clara ciencia.
La llamáis y os la entregan; saben que es su mayor tesoro, y sonríen complacidos de ser su dueño.
Hoy al mar la confiamos, y para que la nostalgia no la oprima, buscaremos entre las aguas inciertas la gran corriente que viene del Sur y va hacia vuestras costas, logrando así que sean olas patrias las que escolten su barco, y durante el largo viaje en busca de su olvido y alegría, ¡canten!
Pedro Prado
La mujer fuerte
Me acuerdo de tu rostro que se fijó en mis días,
mujer de saya azul y de tostada frente,
que era mi niñez y sobre mi tierra de ambrosía
vi abrir el surco negro en un Abril ardiente.
Alzaba en la taberna, ebrio, la copa impura
el que te apegó un hijo al pecho de azucena,
y bajo ese recuerdo, que te era quemadura,
caía la simiente de tu mano, serena.
Segar te vi en Enero los trigos de tu hijo,
y sin comprender tuve en ti los ojos fijos,
agrandados al par de maravilla y llanto.
Y el lodo de tus pies todavía besara,
porque entre cien mundanas no he encontrado tu cara
¡y aun tu sombra en los surcos la sigo con mi canto!
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